
Por ORLANDO ARIAS
En un país donde todavía hay comunidades que reciben agua potable solo algunos días a la semana y muchas otras que ni siquiera tienen acceso seguro al servicio, resulta doloroso ver la alarmante cantidad del vital líquido que se desperdicia a diario en los barrios, municipios y provincias de la República Dominicana.
Todos somos testigos directos de esta tragedia cotidiana. Cada vez que llega el agua, el espectáculo es el mismo: chorros saliendo a presión por tuberías rotas, acometidas sin control, registros abiertos, cisternas rebosadas, calles convertidas en ríos urbanos que arrastran miles de litros de agua limpia hasta el drenaje o el polvo.
Y lo más preocupante es que este no es un problema aislado. Este drama se repite en barrios enteros de la capital y del interior del país. Es un derroche generalizado, visible, crónico y tolerado, tanto por la indiferencia de muchos ciudadanos como por la inacción de las autoridades responsables.
La Corporación de Acueducto y Alcantarillado de Santo Domingo (CAASD), el Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillados (INAPA) y el Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos (INDRHI), así como las alcaldías tienen un rol clave en esta situación.
A estas entidades quiero recordar que no basta con bombear agua; hay que garantizar que el líquido llegue a destinos de manera eficiente, sin fugas, sin pérdidas masivas, sin instalaciones obsoletas o mal diseñadas.
Sin embargo, penosamente lo que vemos es una ausencia de políticas públicas claras y sostenidas para la corrección de escapes, la modernización de las redes de distribución y la inspección de acometidas.
A esto se suma una falta de educación ciudadana, que se traduce en un uso irresponsable, en el “dejar correr” el agua porque “total, no la estoy pagando” o porque “viene una vez a la semana y hay que aprovechar”.
A todo lo anterior, súmele una nueva modalidad que se ha hecho muy popular, la proliferación de lavaderos improvisados de vehículos, donde en cualquier esquina se instala una máquina eléctrica que vierte agua a presión, sin tomar en cuenta la gran cantidad de galones del preciado líquido que se desparraman sin control. Ante la mirada indiferente de las autoridades.
Este modelo es insostenible. No solo por el costo económico que representa para el Estado, sino porque el agua es un recurso limitado y esencial para la vida. Derrocharla, ignorar su valor, es una forma lenta de suicidio colectivo.
El llamado es urgente a las autoridades competentes, no se puede seguir postergando el diseño e implementación de un plan nacional de conservación y uso eficiente del agua. Es hora de invertir en redes inteligentes, sistemas de detección de fugas, campañas educativas y una supervisión más activa.
Y a los ciudadanos, nos toca también asumir nuestra cuota de responsabilidad. Porque el agua que dejamos perder hoy, puede ser la que nos falte mañana.
EL AUTOR ES PERIODISTA Y LOCUTOR
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